Pero ahora, los sonidos se volvían más y más claros y brillantes. Momo intuyó que era esa luz sonora la que hacía nacer de las profundidades del agua negra cada una de las flores de forma cada vez diferente, única e irrepetible.
Cuanto más escuchaba, más claramente podía distinguir voces singulares. Pero no eran voces humanas, sino que sonaba como si cantaran el oro, la plata y todos los demás metales. Y entonces aparecieron como en segundo término voces de índole totalmente diferente, voces de lejanías impensables y de potencia indescriptible. Se hacían cada vez más claras, de modo que Momo iba entendiendo poco a poco las palabras, palabras de una lengua que nunca había oído y que, no obstante, entendía. Eran el sol y la luna y todos los planetas y las estrellas que revelaban sus propios nombres, los verdaderos. Y en esos nombres estaba decidido lo que hacen y cómo colaboran todos para hacer nacer y marchitarse cada una de esas flores horarias.
Y, de pronto, Momo comprendió que todas esas palabras iban dirigidas a ella. Todo el mundo, hasta las más lejanas estrellas, estaba dirigido a ella como una sola cara de tamaño impensable que la miraba y le hablaba. —Maestro Hora —murmuró—, nunca pensé que el tiempo de todos los hombres es... —buscó la palabra adecuada, sin encontrarla— ...tan grande —dijo por fin.
—Lo que has visto y oído, Momo —respondió el maestro Hora—, no era el tiempo de todos los hombres. Sólo era tu propio tiempo. En cada hombre existe ese lugar, en el que acabas de estar. Pero sólo puede llegar a él quien se deja llevar por mí. Y no se puede ver con ojos corrientes.
—¿Dónde estuve, pues?
—En tu propio corazón —dijo el maestro Hora, y le acarició el revuelto pelo.
—Maestro Hora —volvió a murmurar Momo—, ¿Puedo traerte también a mis amigos?
—No —contestó—, no puede ser, todavía.
—¿Cuánto tiempo puedo quedarme contigo?
—Hasta que tú misma quieras volver con tus amigos.
—Pero, ¿puedo contarles lo que han dicho las estrellas?
—Puedes, pero no serás capaz.
—¿Por qué no?
—Porque todavía han de crecer en ti las palabras.
—Pero quiero hablarles de eso, a todos. Quiero poder cantarles las voces. Creo que entonces todo volvería a estar bien.
—Si de verdad lo quieres, Momo, tendrás que saber esperar.
—No me importa esperar.
—Esperar, mi niña, como una semilla que duerme toda una vuelta solar en la tierra antes de poder germinar. Tanto tardarán las palabras en crecer en ti. ¿Quieres eso?
—Sí —murmuró Momo.
—Pues duerme —dijo el maestro Hora, pasándole la mano por los ojos—, duerme.
Y Momo tomó aliento, profundamente feliz, y se durmió.
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