Te veo, rosa, libro entreabierto,
que contiene tantas páginas
de dicha detallada
que nadie leerá nunca.
Libro-mago
que se abre al viento y se puede leer
con los ojos cerrados...,
del que salen mariposas turbadas
por habérsele ocurrido las mismas ideas
Rainer Maria Rilke( Las rosas)
Del cómo vivirse abandonados y expuestos en las montañas del corazón. lo más cerca posible de ese punto donde “el interior y el exterior se reúnen en un sólo espacio continuo”.
El hombre en esta brutal destinación se aparta de la “relación pura”, consumando el “divorcio” entre él y la naturaleza.
Hace falta un cambio de rumbo en los mortales y llegar a eso que “a veces” alcanzan: “ser un soplo más arriesgado que la vida misma”.
La vida es aquí la naturaleza, el Ser del hombre, el fundamento. Ser más arriesgados que la vida sólo puede significar arriesgarse aún allí donde no hay fundamento; en el abismo del propio ser desamparado y despojado de las falsas seguridades del hacer técnico.
Estos que así se arriesgan se mantienen dentro del ámbito del querer, pero se trata de otro estilo de querer; un querer aclara Rilke, que no es egoísmo; un querer que no busca la propia seguridad por los caminos y medios del elaborar.
Es un querer “Lo Abierto”,
fuera de toda protección fundada en la voluntad.
Pero este mayor riesgo crea, paradójicamente, la verdadera seguridad: la de reintegrarse al “medio inaudito”,
a la “relación pura”.
Es un estar en la seguridad de "Lo Abierto", aunque no al modo de los demás seres; el hombre, el mortal, sigue en el plano de la voluntad; realiza, pero no “elabora” técnicamente.
Esta nueva seguridad no despoja al hombre de su íntimo desamparo; en esta nueva perspectiva, es ese mismo “estar íntimamente desamparado” el que le cobija y le da la seguridad de caminar hacia “Lo Abierto”.
En el ámbito de “Lo Abierto” se incluye todo, aun lo que no vemos, incluso lo negativo; así la muerte, “ese lado de la vida que no podemos ver”.
“como la Luna, la vida tiene un lado que jamás vemos y que no es su contrario, sino lo que la completa para ser perfecta, para que sea íntegra, para que sea la esfera santa y plena del ser".
Rainer Maria Rilke: hasta el fondo de las rosas
Por Manuel Vicent 13 septiembre 2008.
Escribía versos. Sólo se sentía poeta. Fue un poeta errante que iba de mansión en mansión dejando un rastro de amores imposibles. La belleza y el espanto le perseguían adonde quiera que fuera y parecía huir siempre en busca de sí mismo.
La gran hazaña de Rainer Maria Rilke fue enamorar a todas las princesas, duquesas, marquesas y baronesas del imperio austro-húngaro y también a sus respectivos maridos; ser invitado a sus castillos, palacios y residencias; dejar en ellas como pago sólo unos poemas y que fuera ésa la forma en que sus nobles anfitriones se sintieran dignificados.
Este hombre de ojos azules acuosos fue un poeta errante que iba de mansión en mansión, en Venecia, en Capri, en la Selva Negra, en París, en Roma, en Estocolmo, en Florencia, en San Petersburgo, en Duino y por dondequiera que pasó fue dejando también un rastro de amores imposibles. La vida de Rilke la dividió en dos un hecho banal: en 1906 se cortó la perilla pelirroja y se dejó el bigote estilo tártaro que le acompañaría hasta la muerte. Tenía entonces 31 años. Era el momento en que la fama estaba llamando ya a su puerta y el poeta se preparaba para las fotografías.
Había nacido en Praga, 1875, hijo de un militar frustrado, Josef Rilke, que acabó de funcionario de ferrocarriles, y de una madre, Sophie Entz, cuya cabeza estaba llena de delirios de grandeza, de armiños y carnets de baile sin que lograra nunca aceptar su condición de clase media. De hecho se separó muy pronto de su marido y se fue a vivir a Viena para rodearse del gran mundo de la corte y en Praga dejó a su hijo de nueve años vestido de niña con muchos lazos y puntillas a cargo del tío Jaroslaw, hermano del padre. Existen dudas de que Rilke llegara a superar este trauma, puesto que el odio a su madre le perduró hasta la muerte aunque tal vez de ella heredó su amor a la nobleza. A expensas de su tío ingresó en la Academia Militar, en Moravia, pero fue un cadete enfermizo y tuvo que abandonar la carrera de las armas. Luego estudió filosofía y derecho en la Universidad de Praga.
Muy pronto tuvo conciencia de que su destino estaba en otra parte. Escribía versos. Sólo se sentía poeta. Se hizo labrar un escudo familiar con dos lebreles rampantes y al amparo de una asignación de 200 guldas de su tío levantó en primer vuelo y recaló en Múnich donde enseguida realizó la primera captura.
En una cervecería conoció a la condesa Franziska von Reventlow, una criatura bellísima y bohemia abandonada por la familia que vagaba sin rumbo en medio de la soledad. Rilke ensayó con ella su forma particular de conquista. Una primera aproximación a través de la ternura, unos versos incandescentes y cuando la caza ya estaba entregada el poeta huyó sin dejar de inundarla de bellos recuerdos a través de cartas y mensajes, de regresos y partidas.
Poco después entró en su vida una pieza de caza mayor. Lou Andreas-Salomé, una rusa de San Petersburgo, casada con un catedrático de lenguas asiáticas. Esta mujer se dedicaba a probar hombres de máximo nivel, a sobrevolarlos, a enamorarlos y a abandonarlos sin dejar de hacerse inolvidable. Por su vida pasarían Nietzsche, Freud y Mahler, venados de catorce puntas.
Ella y Rilke usaban la misma forma de amar. El poeta tenía 21 años cuando fue abducido por la personalidad de esta mujer libre, diez años mayor que él. Entre los dos compusieron una pasión intelectual, una complicidad amorosa, y al mismo tiempo una sumisión atemperada por la admiración y una locura andrógina, que al final se transformó, como en otros casos, en una amistad estética. Vivieron juntos. Viajaron a juntos. Ella llevó a Rilke a San Petersburgo, su patria, y después sucesivamente habitaron en refugios secretos y no se sabe qué les producía a ambos más placer si encontrarse o buscar cada uno por su lado la soledad.
Esa pasión fue manantial de muchos poemas amorosos. "Apágame los ojos y te seguiré viendo, cierra mis oídos y te seguiré oyendo, sin pies te seguiré, sin boca te seguiré invocando".
Rilke pasaba de los altos salones a las pensiones de mala muerte en una lucha sobrehumana por convertir lo visible en invisible a través de sus poemas. En medio de la miseria, de pronto, recibía una invitación. Podía ser de Rodin en París, del que fue secretario, o de la condesa Giustina Valmarana de Venecia, a una de cuyas hijas había enamorado en un viaje anterior. En esta misma ciudad había tenido otras amantes, la primera de ellas Mimí Romanelli que ya no se recuperaría nunca de los versos del poeta.
Pero la llamada también podía venir de Berlín o de Hamburgo. Allí había aristócratas que coleccionaban noches de Rilke y él atendía a sus requerimientos. Acudía a la cita, pasaba unos días, unas semanas, unos meses entre jardines y porcelanas y se hacía sangre en la soledad para liberar la profunda poesía que lo habitaba. Así fue dejando atrás sus libros.
Pese a todas las fugas hubo un momento en que Rilke cayó casado. Fue con la escultora Clara Westhoff y sólo convivió con ella lo suficiente para que le naciera una hija. Lo suyo era rozarse con las amantes como con las alas de los ángeles. Buscaba una mujer que fuera guardiana de su soledad.
Por lo demás el poeta sólo necesitaba silencio. Clara le dio el silencio y la lejanía, como Lou Andreas-Salomé, como la niña mendiga en las calles de París, Marthe Hennebert, a la que Rilke dio cobijo y educación y enamoró antes de abandonarla. "Cuando se ama a una persona se desea siempre que se vaya para poder soñar con ella", le dijo Marina Tsvetáieva, una escritora a la que también había enamorado.
"El amor vive en la palabra y muere en las acciones", le contestó Rilke. Otra vez las cartas, otra vez los recuerdos. La princesa Marie von Thurn und Taxis le cedió el castillo de Duino, frente al Adriático, y allí escribió Rilke sus elegías.
Se conoce que las Elegías de Duino se empezaron a redactar la mañana del día 21 de enero de 1912 cuando el poeta, paseando por el jardín del castillo de Duino, le llegaron, como dictadas de lo Alto, los versos iniciales con los que se formaría la Elegía I. Pero ¿qué son las Elegías? En un pasaje de esa misma Elegía encontramos, como si fuera una visión de conjunto, cada uno de los elementos que quieren dar respuesta a esta pregunta. Allí podemos leer:
“Sí, es verdad, las primaveras te necesitaban.
Te pedían, por encima de tus fuerzas,
algunas estrellas que las percibieras...”
Y tres versos más abajo:
“Todo esto era misión”
La articulación coherente de aquello en que consiste esa misión y de los estadios que recorre el hombre para cumplirla constituye las Elegías de Duino, poemas que, finalmente, son poesía sobre la poesía en donde se intenta articular la aventura de la interiorización de la realidad entera.
“Fue una tormenta sin nombre, un huracán del espíritu”
todo aquello que le llegó al poeta como una iluminación o una gracia. Pero es justo en esta época en la que Rilke, que ya palpaba las últimas consecuencias de la época oscura, abre su poetizar a la comprensión de que la noche es el tiempo de lo “sin dios”, pero que esa misma oscuridad posee su peculiar claridad; la noche, al ocultar a Dios, guarda y protege lo sagrado para cuando llegue la hora de una nueva aurora.
Esta es la delicada misión del poeta en tiempo indigente; su tema es lo sagrado como lo es en Hölderlin, para quien la noche del mundo es la “sagrada noche”. Con Rilke asistimos, según Heidegger, a una lucha dramática por liberarse del lastre que significó la metafísica sin lograrlo:
“Cambia el mundo, se transforma,
como figurar de nubes,
todo lo realizado vuelve
al seno de lo antiguo.
...
No se conocen las penas
ni se aprende el amor
ni se sabe que en la muerte
nos separa.
Sólo el canto sobre la sierra
celebra y santifica”.
Soneto XIX de Los sonetos a Orfeo.
El análisis de Heidegger en Wozu Dichter, conferencia escrita en 1946, se centra en unos versos de Rilke que él mismo calificó de “improvisados”, escritos en 1924, dos años antes de su muerte:
“Como la naturaleza abandona los seres a la temeridad de su sordo apetito y a ninguno protege especialmente en tierra y cielo, tampoco le somos nosotros más afectos al fundamento originario de nuestro ser.
Ese mismo impulso temerario nos arriesga a nosotros. Sólo que nosotros, más todavía que la planta o la bestia, vamos con él, lo aceptamos, a veces incluso somos más arriesgados que la vida misma, un poco más arriesgados. Esto nos proporciona, fuera de la protección, un estar seguros, aún donde opera la gravedad de las fuerzas puras; lo que en definitiva nos cobija es nuestro estar desamparados y el que lo hubiésemos desviado hacia lo Abierto, porque lo vimos amenazarnos, para afirmarlo en alguna parte dentro del ámbito amplísimo, allí donde la ley nos afecta”.
Rilke compara al ser del hombre con el de los demás seres y cosas que habitan en este mundo, y lo que encuentra es que existe una coincidencia en la común relación que todos tienen con la “naturaleza”, es decir, con lo que es el “fundamento” de todos los seres.
Todos son “naturaleza” y sólo algunos la sobrepasan.
Pero también Naturaleza tiene en el poema de Rilke el mismo sentido de la Natura de Leibniz y de toda la Edad Moderna, esto es, el de vis viva (fuerza activa primigenia) y, en último término, voluntad, pues, según el poeta de Duino:
“El ser del hombre es la voluntad”.
En Rilke, así entendida la naturaleza se convierte en el fundamento de la historia, del arte y de la naturaleza en sentido estricto; hay en ella un lejano eco de la physis y la zoe presocrática que representaba “lo naciente”, “lo originario”, la “fuerza imperante que al brotar permanece”.
Por ello es que para Rilke el ser del hombre es la aventura o el riesgo, ese estar arrojados por la naturaleza misma en un mundo y en donde la esencia de la aventura no es más que la voluntad en el sentido metafísico.
Al estar “arrojados”, plantas, animales y el hombre coincide en que no están protegidos. Pero tampoco son aniquilados y condenados al exterminio.
Tienen posibilidades porque pueden ser o no ser, han podido ser como también han podido nunca haber sido, porque la vida sólo es el transcurrir en este vaivén de ambas posibilidades, en el juego interminable del riesgo inminente en el que se debate la existencia misma.
Es el balanceo del que habla Rilke, y que es peculiar de toda aventura, de todo riesgo que entraña el juego. Así, lo arriesgado se apoya y se sostiene en la voluntad, porque en el fondo de todo arriesgarse existe una seguridad.
El riesgo, dice Rilke, implica un estar seguro en el fundamento, y sólo por esta fundamental seguridad es posible. Ese fundamento es lo que mantiene todo en equilibrio; es el centro o medio que atrae y se retira a la vez de todo ser.
Flavio Josefo escribía, a propósito del simbolismo del Templo, que el patio representaba el Mar (es decir, las regiones inferiores); el santuario, la Tierra, y el Santo de los Santos, el Cielo. Con ello sólo comprobamos que tanto el imago mundi como el “Centro” se repiten en el mundo habitado.
El Centro es precisamente el lugar en el que se efectúa una ruptura de nivel, donde el espacio se hace sagrado, real, por excelencia.
El Centro es la irrupción de lo sagrado en el mundo.
Es pues a partir de un Centro desde donde se proyectan los cuatro horizontes en las cuatro direcciones cardinales.
Rilke seguramente tiene en mente el mundus romano que era una fosa circular dividida en cuatro: era a la vez imagen del cosmos y el modelo ejemplar del habitat humano.
Este mundus se asimilaba evidentemente al omphalos, al ombligo de la tierra: la Ciudad (urbs) se situaba en medio de la orbis terrarum. La instalación de un Centro equivale a la fundación del mundo. Este Centro que atrae y se retira a la vez es, en expresión del pensador de la Selva Negra, un “soltar recogiendo”; esta frase aclara la esencia de la voluntad pensada desde el ser.
Rilke, en una de las Elegías, llama a ese medio “el medio inaudito”, “la gravedad”, así como “la relación”, “la gravedad de las fuerzas puras”, “la relación total”, “la naturaleza total”, “la vida”, “la aventura”.
“A través de todos los seres pasa el espacio único;
Espacio interior del mundo. En silencio los pájaros
Vuelan a través de nosotros. Y yo que quiero crecer,
Yo miro hacia fuera y es en mí que el árbol crece.”
Todos estos significados sólo son los nombres con los que el poeta de Duino quiere expresar a la totalidad de lo que es: la realidad.
Somos seres limitados. Cuando miramos lo que está delante de nosotros no vemos lo que está detrás. Cuando estamos aquí, es a condición de renunciar al allá: el límite nos mantiene, nos retiene, nos empuja hacia lo que somos, nos vuelve hacia nosotros, nos aparta de lo otro, hace de nosotros seres apartados.
"Acceder al otro lado sería entonces
entrar en la libertad de lo que no tiene límites"
¿Pero no somos acaso, de algún modo, esos seres liberados del aquí y del ahora? Tal vez sólo vea lo que está delante de mí, pero puedo representarme lo que está detrás.
¿Acaso no puedo, por la conciencia, estar en un tiempo distinto del tiempo en el que estoy, siempre dueño y capaz de lo otro?
Sí, es verdad, pero ésa es también nuestra desgracia. Por la conciencia escapamos de lo que está presente, pero nos entregamos a la representación.
Por la representación, restauramos, en nuestra propia intimidad, la violencia “del estar frente a”; estamos frente a nosotros, aun cuando miramos desesperadamente fuera de nosotros.
A esto se llama destino: estar de frente
y nada más que esto y siempre de frente.
Tal es la condición humana: no poderse relacionar más que con cosas que nos apartan de otras cosas, y lo que es más grave, estar, en todo, presente para sí, y en esta presencia, tener cada cosa frente a sí, separado de ella por este vis-à-vis y separado de sí por esta interposición de sí mismo.
Ahora se puede decir que lo que nos excluye de lo ilimitado
es que somos seres privados de límites.
“¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías
de los ángeles?, y aún en el caso de que uno me
cogiera de repente
me llevara junto a su corazón: yo perecería
por su existir más potente. Porque lo bello no es nada
más que el comienzo de lo terrible, justo lo que
nosotros todavía podemos soportar,
y lo admiramos tanto porque él, indiferente, desdeña
destruirnos. Todo ángel es terrible”
Creemos que cada cosa finita nos aparta del infinito de todas las cosas, que lo profano nos aleja de lo sagrado, pero no menos nos aparta nuestro modo de aprehenderla para hacerla nuestra representándola, para convertirla en un objeto, una realidad objetiva para establecerla en el mundo de nuestro uso retirándola de la pureza del espacio.
“El otro lado” está allí donde dejaríamos de ser, en una sola cosa, apartados de ella por nuestra manera de mirarla, apartados de ella por nuestra mirada.
Acceder a El otro lado sería entonces transformar
nuestra manera de acceder al mundo.
Rilke piensa que es la conciencia, tal como su tiempo la concibe, el principal impedimento. En una carta fechada el 25 de febrero de 1926, Rainer Maria precisa que el “débil grado de conciencia” es lo que favorece al animal, permitiéndole entrar en la realidad sin tener que ser su centro.
La interiorización de la realidad en Rilke se lleva a cabo en “Lo Abierto” (das Offene), que “no es ni el cielo, ni el aire, el espacio, que también son para el que contempla y juzga aún objetos y por lo tanto opacos y cerrados. El animal, la flor, es todo esto sin darse cuenta, y de este modo tiene frente a sí, y más allá de sí, esta libertad indescriptiblemente abierta que, acaso para nosotros, sólo tiene su equivalente extremadamente pasajero en los primeros instantes del amor, cuando el ser se ve en la mirada del otro, se encuentra en ese mirar que descubre, en el amado, su propia amplitud, o aun en elevarse a Dios”.
Hubo un momento en que el editor Kippenberg se hizo cargo de toda su obra dispersa y le aseguró un estipendio regular al poeta. Ya había viajado a Egipto, se había extasiado en los templos de Luxor y en el Valle de los Reyes. Ahora seguía soñando con Toledo. Un día emprendió ese viaje hacia el sur para saciarse con toda la mística del Greco y huyendo del frío de Castilla llegó hasta Sevilla y Ronda donde se hospedó en el hotel Victoria.
La belleza y el espanto le perseguían adonde quiera que fuera y parecía huir siempre en busca de sí mismo. Al sentirse enfermo de muerte la princesa Marie von Thurn le cedió su mansión de Valois.
Un Dios sin Cristo de intermediario le esperaba.
Rilke fue un símbolo de su tiempo. En medio de guerras y matanzas de una Europa que se despedazaba en una carnicería este poeta seráfico trascendió aquel espacio como un ser incontaminado impartiendo el don de la belleza.
"¡Ay, pero con los versos se ha hecho muy poco cuando se escriben pronto! Se debería esperar para ello, y reunir sentido y dulzura a lo largo de toda una vida, posiblemente una larga vida, y luego, hacia el final, quizá se podrían escribir diez líneas que fueran buenas.
Porque los versos no son como cree la gente, sentimientos (estos se tienen bastante pronto): son experiencias.
Para un solo verso se deben ver muchas ciudades, hombres y cosas; se deben conocer los animales, se debe sentir cómo vuelan los pájaros, y saber con qué ademanes se abren las florecillas por la mañana. Se debe poder pensar otra vez en lugares desconocidos, en encuentros inesperados y en despedidas que se vieron venir durante mucho tiempo; en días de infancia, que todavía se siguen sin explicar; en los padres, a los que hacíamos daño cuando nos traían una alegría que no comprendíamos (era una alegría para otros); en las enfermedades de niño, que empiezan tan extrañamente, con tan hondas y difíciles transformaciones; en días en cuartos quietos y recogidos, y en mañanas en el mar; en el mar, sobre todo, en mares, en noches de viaje, que corrían altas y volaban con todas las estrellas; y todavía no es bastante el poder pensar en todo esto.
Hay que tener recuerdos de muchas noches de amor, ninguna de las cuales se parecía a otra; de gritos de parturientas, y de leves, blancas paridas dormidas, que se cierran. Pero también hay que haber estado con agonizantes; hay que haber estado sentado entre muertos, en el cuarto con la ventana abierta y los ruidos a golpes. Y tampoco bastan que se tengan recuerdo.
Es preciso poderlos olvidar, cuando son muchos, y es preciso tener la gran paciencia de esperar a que vuelvan. Porque los recuerdos mismos aún no son eso.
Sólo cuando se hacen sangre en nosotros, mirada y gesto, sin nombre, y ya no distinguibles de nosotros mismos, sólo entonces, puede ocurrir que en una hora muy extraña brote en su centro la primera palabra de un verso, y parta de ellos".
Rainer Maria Rilke. Los apuntes de Malte Laurids Brigge.
Murió en la madrugada del 2 de enero de 1926 cuando todas las campanas del valle de Valois tocaban a misa. En su tumba fue grabado el epitafio que él mismo se había escrito.
"Rosa, oh contradicción pura, alegría
De no ser sueño de nadie bajo tantos Párpados".
Rodearon su tumba amantes enamoradas, viejos amigos, el editor Kippenberg y su mujer Khaterina y algunas gentes sencillas, que eran todas princesas.
"Todo esto era Misión"
Las generaciones de hombres corren
sin cesar en la marea del Tiempo,
mas dejan los trazos de sus destinos
grabados por siempre jamás.
W. Blake
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